Texto y fotos: Mónica Cruz
Cuando Petronila Campos llegó a la ciudad monstruo para trabajar como empleada doméstica, lo primero que sintió fue mucho miedo. Tenía apenas 13 años cuando la necesidad económica la obligó a migrar desde la sierra nororiental de Puebla hacia la Ciudad de México. En Zacapoaxtla —lugar donde abunda el zacate, en náhuatl—, Petronila llevaba una vida difícil, de carencias, con una familia de seis personas y un padre con problemas de alcoholismo. Por eso se decidió que, desde muy joven, abandonaría la escuela y se pondría a trabajar.
Dejar los estudios fue una de las cosas que más le dolió, sobre todo al llegar a la ciudad y ver que los niños y niñas gozaban de privilegios que ella no: “Los niños de aquí vivían una vida muy distinta y yo era de provincia. La vida de provincia es muy diferente a la de acá. Yo veía que los niños de aquí tenían oportunidad de estudiar, de salir adelante, cosa que yo no. Yo tenía que, a lo mejor, limpiar para poder ayudar a mi mamá económicamente”.
Sin estas posibilidades, Nila, como prefiere que le llamen, comenzó a laborar como trabajadora doméstica en turnos de 12 horas diarias que la hacían consciente de las injusticias a las que estaba sometida. “A veces tenía que hacerme cargo hasta de los niños de la señora porque ella tenía que salir, y al mismo tiempo que yo tenía que cuidarlos, tenía que estar haciendo lo que me tocaba hacer, entonces era muy complicado y era muy poco sueldo”, menciona.
Nila no era la única en esta situación. El XII Censo General de Población y Vivienda realizado por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) del año 2000 reveló que tan sólo en la Ciudad de México habían 110 mil 783 mujeres trabajadoras domésticas en condición de migrantes provenientes de otros estados de la República. De todas ellas, 20 mil 648 tenían entre 15 y 19 años; este fue el rango de edad con más mujeres registradas.

Los prejuicios sobre ella y su trabajo nunca estuvieron ausentes. Rememora con ligera molestia aquella vez que intentaron culparla por robo de efectivo cuando sólo había sido una equivocación entre la pareja para la que trabajaba. “No confían en una empleada doméstica, no es como que no hace nada, sino que algo pasa y lo primero es que culpan a las personas que están ahí trabajando o sirviéndoles”. Para Nila fue algo vergonzoso y, más que nada, triste.
En otra ocasión, la informalidad laboral, le ocasionó un accidente que le lastimó la columna. Sus patrones no hicieron nada. No le dieron ni siquiera para apoyarla con los gastos del médico o de la medicina. “No hay seguro, a la trabajadora doméstica como que la ven así de que no vale”, articula con la mirada perdida.
Su vida transcurría así en el trabajo, cuando con 19 años, conoció al hombre que actualmente es su esposo, y con el que, tras haber formado una familia, se mudó al oriente del Estado de México para poder tener un espacio económicamente más accesible donde vivir. Tener una pareja no hizo que las cosas fueran del todo fáciles, sobre todo con el nacimiento de sus dos hijos. Más bien, tuvo que diversificar sus actividades laborales.
Actualmente, Nila tiene 38 años y se sigue dedicando al trabajo doméstico informal, sin embargo, también es comerciante. Recorre las calles de su colonia y los puestos del tianguis donde vende botanas, reparte folletos de Jafra y consigue nuevos clientes porque “siempre hay que buscar otras maneras de hacer que la economía dure más o alcance un poco más”.
Según la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE), durante el primer trimestre de 2021, en el Estado de México, 51 mil 478 mujeres de entre 30 y 39 años se encontraban trabajando en servicios domésticos, mientras 49 mil 250 eran vendedoras ambulantes, pertenecientes al mismo rango de edad.

Al preguntarle por su rutina cotidiana, Nila comienza a narrar aquello por lo que padece problemas de colitis y estrés, pero que día con día logra superar: “Me levanto, desayuno, voy a trabajar a una casa, voy a trabajar al tianguis, ofrezco Jafra, busco clientes, voy a la iglesia, regreso, hago mi quehacer. Al día siguiente, lo mismo. Trato de manejar mi tiempo”.
Aunque los días no tengan mucha diferencia, para Nila todo tiene sentido cuando tiene una sola cosa en mente: que hijos estudien o, como Nila dice, que “logren una meta”, una oportunidad, algo que ella no tuvo.
“Tener un trabajo doméstico no es malo, uno aprende más que nada a hacer las cosas. Pero si ellos [sus hijos] pueden tener un trabajo mucho mejor de lo que yo tengo, pues adelante”, finaliza con un ápice de esperanza en su amable tono de voz.
