Texto: Jose Antonio Garcia
Foto: Especial
Ser docente durante la pandemia es un reto sin precedentes. El trabajo para preparar una clase aumenta. Enfrentarse a la realidad de las y los profesores y de la comunidad estudiantil es difícil si no se ve ambas perspectivas. En el siguiente cuento, conocerás la perspectiva de un profesor que lleva un año confinado por la pandemia.
Algo que me ha enseñado la pandemia es a no planear. Cuando nos avisaron de la decisión sobre suspender clases les dije a mis alumnos y alumnas que no se asustarán, que nuestra ausencia en el aula era algo temporal. Cuando fuera posible, podríamos seguir con la discusión de la novela de Daniel Defoe: El Diario del año de la peste.
Cuando comenzamos a leer el texto, observamos que en los tiempos de la peste también había desigualdad. La gente pobre se tenía que quedar en las ciudades —los principales centros de infección—, mientras que las personas con más posibilidades económicas tenían la posibilidad de salir y aislarse del contacto humano.
De forma abrupta, la historia volvió a repetirse. El mundo ya no era como en ese entonces ni la enfermedad era la misma, pero dejó claro que en nuestras sociedades siguen existiendo las desigualdades como cuando la peste atacó a diestra y siniestra.
El último día que pisé el aula, recuerdo que pensé en lo rico que sería mi café cuando regresara. Las galletas con chispas de chocolate que compraba en la zona comercial y las enchiladas que formaron parte de mi dieta durante los cuatro años de antigüedad que tenía en la universidad donde doy clases.
Hoy llevo un año confinado. Cuatro paredes con títulos, reconocimientos y fotografías que me llenaban de orgullo en la antigua normalidad se han vuelto parte de la prisión que me tiene encerrado. Otras personas la llaman oficina.
Mi ventana al mundo sigue siendo la docencia, pero de una forma diferente. Ahora preparo clases para alumnas y alumnos que no conozco físicamente y para los que muchas veces, la escuela ya no es prioridad. Es complicado para ellas y ellos, pero también para mí.
Soy un maestro de Literatura que trata de transmitir conocimiento a una generación que se enfrenta con la historia. Estoy seguro de que a veces ellos quieren parar y no los culpo. Quiero dejar de simular que todo sigue normal porque no es así. Mi vida y las suyas no son las mismas.
Al principio era más fácil. Todos estábamos convencidos (o eso parecía) de que nuestro reencuentro sería pronto, pero nada de eso fue así. Entonces, mientras avanzaban las clases, las cámaras se iban apagando y los participantes desaparecían.
Poco a poco dejé de recibir muchas tareas. Creí, tontamente, que era desinterés. Sin embargo, los textos con trabajos se fueron convirtiendo en anuncios de contagios, deserción de la clase por la imposibilidad de continuar y avisos del fallecimiento de algún alumno.
Recuerdo a Julián. Era un alumno sobresaliente que conocía mucho sobre literatura latinoamericana. En especial, disfrutaba mucho leer escritores mexicanos y chilenos. Sus favoritos eran Juan Rulfo y José Donoso. Me avisaron tres semanas antes de concluir el curso que su ausencia se debía a que estaba internado en el hospital por Covid. Falleció al día siguiente.
Recuerdo a Gabriela. Ella siempre sacaba a la discusión grupal la importancia de reconocer a las escritoras y no sólo leer varones. Fue por ella que incluí una unidad de literatura femenina. Su rostro apasionado es lo que más recuerdo de ella, por lo que, en el mes de mayo, cuando me mandó una foto de ella en el hospital “para que le justificara la inasistencia” me costó mucho no llorar al ver sus ojos cansados. Falleció a los tres días de pisar el hospital por complicaciones de la neumonía ocasionada por ese maldito virus.
Recuerdo a Jimena. Ella no falleció, pero sí sus padres y se tuvo que salir de la escuela para mantener a sus dos hermanos menores; Alfredo también desertó después de que toda su familia se contagiara. Su abuela, su abuelo y su madre murieron, y ahora ayuda a su papá con los gastos de la casa para mantener a su hermanita de unos cuantos meses de edad.
Recuerdo a Roberto. Él no falleció de Covid, pero se suicidó después de no aguantar el dolor de la muerte de su pareja. Dicen que ella tenía muchos problemas intrafamiliares y en una discusión con sus padres terminó recibiendo un mal golpe y falleciendo al instante. Una tragedia total.
Aunque ya no le doy clases a ese grupo, los recuerdo bien. Cada cara, cada experiencia, cada tragedia. Es por eso que, con mis alumnas y alumnos nuevos, trato de dar un espacio para hablar sobre lo que nos sucede. Contagios, depresión, violencia intrafamiliar y muchas otras situaciones complicadas opacan a los libros que tenemos que leer.
Por todo esto me molesta que muchos colegas digan que todo está bien. Que los estudiantes disfrutan tomar clases en su domicilio y que no pasa nada. Si supieran cuantas y cuantos me han dicho que no pueden tomar la clase porque comparten equipo o no tienen internet. Qué poco empática es la gente de la academia.
Faltan cinco minutos para que empiece mi clase. Tal como hace un año, estamos analizando El diario del año de la peste. Qué rara es la vida y qué repetitiva es la historia. Ahora me toca hablar a una pantalla mientras enseño en soledad, aunque virtualmente tenga compañía.