Texto y fotos: Cecilia L. García y Jose Antonio Garcia
Las implicaciones económicas y de salud que conlleva ser un trabajador del sector informal en el Estado de México y no contar con seguro médico se traducen en vulnerabilidad al momento de contraer una enfermedad que requiera atención médica con un alto costo.
Cuesta un ojo de la cara
Ricardo García se encontraba trabajando. Un empleo de albañilería le daba un ingreso extra para mantener a su familia. Con el martillo golpeaba la cabeza de los clavos. De repente, uno de ellos salió disparado. Ricardo sintió una basura en el ojo izquierdo. El desconcierto se apoderó de su ser. Se llevó la mano a su cara. Todo pasó muy rápido, no entendía qué estaba sucediendo, es así que al sentir el clavo decidió sacarlo de su ojo como si de una astilla en el dedo se tratara. Un líquido extraño le empezó a escurrir. A las dos y cuarto llegó a su casa.
—¿Qué te pasó, güey?— le preguntó Leticia, su hermana, al ver que se tapaba el ojo mientras entraba.
—Me enterré un clavo — respondió Ricardo aún desconcertado. El líquido seguía escurriendo de su ojo.
—A ver… otra vez, ¿cómo que te enterraste un clavo?— Leticia no entendía qué estaba pasando— A ver, déjame ver — le pidió a su hermano.
— Sí, en el ojo. Al principio solo sentí como una basura, pensé que era una astilla, pero sentí el clavo— Le respondió Ricardo tratando de explicar qué había sucedido, mientras su hermana observaba; sin embargo, su ojo se veía normal, solo un poco más oscurecido.
Leticia le preguntó qué harían, ya que Karina, la esposa de Ricardo, no se encontraba en casa y el accidente parecía grave. Ella recordó un lugar privado en donde tal vez los podrían ayudar y se prepararon para salir. Antes de tomar la decisión avisaron a sus familiares por un grupo de Whatsapp. Ricardo no contaba con dinero en ese momento así que emprendieron el viaje en metro. Leticia tenía alrededor de 1,500 pesos y su hermano apenas juntaba los 400.
—Pues llévate lo que sea, güey, porque no sabemos qué show— le dijo Leticia.
Ricardo García Padilla, forma parte de la población mexiquense que tiene un trabajo informal, es decir, no cuenta con regulación ni protección de los marcos legales o normativos y carece de un contrato, prestaciones laborales y protección social. De acuerdo con la Organización Internacional del Trabajo (OIT), dentro de este rubro se encuentra también el trabajo no remunerado en una empresa que genera ingresos económicos.
Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) recabados a través de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE), en el Estado de México durante el primer trimestre del 2020 la tasa de personas que se encontraban en la informalidad era de 55.8%, es decir, más de la mitad de la población mexiquense se encuentra desprotegida legal o normativamente.
Esta situación se agravó en todo el país a raíz de la pandemia causada por el virus SARS-CoV-2 que provoca la enfermedad conocida como COVID-19, ya que durante junio la informalidad ascendió a 25.6 millones, tres millones más que en mayo. De esta manera, la tasa de informalidad se situó en 53%, de acuerdo con datos del INEGI.
Además, según un informe del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) el crecimiento de 4.7 millones de los ocupados entre mayo y junio se dio principalmente en trabajos informales, así mismo, entre abril y mayo, más de la mitad de la población ocupada no tuvo acceso a un servicio médico como prestación laboral, por lo que en caso de requerir atención médica, los trabajadores y trabajadoras debe hacer uso de su ingreso o ahorros para cubrir los gastos.
Esta situación ocurría mucho antes de que el coronavirus cambiara la realidad de los y las mexicanos y el mundo, fue también el caso de Ricardo, quien al no contar con seguro médico tuvo que recurrir a hospitales particulares.
Ricardo y su hermana Leticia emprendieron el viaje hacia la Clinica Oftafmologica Arista, ubicada en la Ciudad de México, cerca de metro Guerrero. Este sitio privado fue elegido por Leticia al ser el lugar donde atendían a sus hijas, pero el inconveniente fue que ellos venían de la estación Muzquiz en la línea B, o sea, 15 estaciones de distancia en las que Ricardo iba perdiendo el líquido de su globo ocular.
“¿Cómo vas?”, “¿Cómo te sientes?” eran las frases de Leticia para Ricardo durante todo el trayecto en el metro y las calles que tenían que recorrer para llegar al lugar donde solicitarían la atención; “¿Cómo van” “¿Qué pasó?” “¿Cómo está?” eran los mensajes que aparecían de forma constante en el grupo de WhatsApp de la familia. Después de una revisión en la clínica Arista, les dijeron que no podían hacer nada por él y decidieron partir a un instituto cerca del metro Doctores.
La estancia de Ricardo en el Instituto de Oftalmología Conde de Valencia antes de ser ingresado para una cirugía, fue complicada. Al principio lo llevaron con diversos especialistas. La pregunta era la misma siempre “¿Un clavo?, ¿Qué pasó?” Ricardo tenía que contar de nuevo la historia de su accidente. Fue tan grande la impresión, que los médicos le tomaron fotos a su ojo y entre ellos empezó a sonar el apodo de “ el perforado”.
Después de un recorrido por el hospital, llegó la hora de que los hermanos entraran a Trabajo Social, en donde les explicaron que para poder ingresar a Ricardo a la cirugía, tenían que pagar 12,000 pesos y como si fuera cosa de nada, otros tres mil para pagar la anestesia. Si no liquidaba el total, no ingresarían a Ricardo. Eran las 7 de la noche.
—Ya vámonos. Que sea lo que Dios quiera— decía Ricardo resignado.
Leticia sabía que podía juntar el dinero a través de sus hermanos, pero hasta el día siguiente. Aunque le habían regresado en la primer clínica a la que fueron (Arista) los 800 pesos en la consulta, los 1900 que entre los dos juntaron no eran suficientes. La desesperación de tener a sus hijas al cuidado de su mamá, encontrarse lejos de casa y la incertidumbre por la salud de su hermano empezaron a hacerse presentes.
Paco —uno de los hermanos de Ricardo y Leticia— había llegado a ayudar. El nuevo lugar donde irían a buscar atención para Ricardo era el Hospital General. Sin embargo, el celular de Leticia sonó de forma inesperada.
La llamada provenía de la clínica Conde de Valencia. Uno de los médicos le cuestionaba a la mujer por qué habían decidido abandonar el hospital, a lo cual ella respondió que era porque no contaban con el dinero suficiente para ingresar al afectado. Con la promesa de hablar con Trabajo Social, los tres regresaron.
Después de un rato a la expectativa, el médico les comunicó que dejarían que Ricardo fuera internado con tan solo cinco mil pesos. Entre rezos y una gran preocupación por contar con el dinero suficiente Paco pagó con su tarjeta de crédito; mientras, Leticia se comprometía a depositar en la caja el dinero restante a más tardar a las nueve de la mañana del día siguiente. Preocupada por sus hijas y la lejanía de su hogar, recogió a su cuñada en el metro y la llevó a la clínica para que estuviera al pendiente de su esposo.
Como se había pactado, al día siguiente entregó el dinero de la operación. Sin embargo, se enteró que no operaron a Ricardo y que dieron la orden de hacerlo hasta que fue depositado el dinero completo.
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Ricardo fue operado en el Instituto de Oftalmología Conde de Valencia en la Ciudad de México. Los costos fueron altos y no acabaron ahí; él tuvo que asumir con ayuda de sus hermanos la compra de sus medicamentos.
Los gastos de la casa iban saliendo entre su esposa, hijas, hermanos, padres y amigos que le llevaban despensa al saber la situación que atravesaba la familia. Fue por los elevados costos de la atención médica y la incomodidad que le provocaba el hecho de que sus hermanos pagaran su manutención y la de su familia, que Ricardo tomó una decisión: a pesar de necesitar otra operación y de perder la totalidad de su visión en el ojo, él no volvería a entrar al quirófano y regresaría a su trabajo.
Al que madruga, Dios lo ayuda
A las 5:30 de la madrugada suena la alarma que indica el inicio de otro día. Leticia se pone de pie y hace el quehacer de la casa: recoge la sala, la cocina, lava los trastes, la ropa, saca agua y trapea al ritmo de alguna lista de reproducción de YouTube que hace más amena su madrugada. Debe estar lista a las 9:00 de la mañana. Su trabajo de ventas por internet le obliga a visitar Tepito y la Merced de lunes a viernes, algunas veces en días festivos, durante su cumpleaños y fines de semana.
La necesidad de un ingreso extra para cubrir los gastos diarios de la casa y la manutención de sus tres hijas, la llevó a descubrir esta forma de comercio hace dos años: “No alcanza…. necesitábamos otra entrada de dinero”, comenta. En la primera quincena del 2020 la canasta básica costaba 2 mil 780.28 pesos en total, equivalente a 22.56 días del salario mínimo, de acuerdo con datos recabados por La Jornada en un monitoreo de 80 productos.
Esta situación se agravó con la llegada del coronavirus, ya que los precios aumentaron un 50%, según la Alianza Nacional de Pequeños Comerciantes (ANPEC). De acuerdo con el CONEVAL, el 37% de las personas trabajadoras no puede costear la canasta básica con sus ingresos laborales. De esta manera, amas de casa como Leticia García y personas que perdieron sus empleos, han tenido que buscar la forma de llevar más dinero a sus hogares. Es así que para el sexto mes del año, más de la mitad de la población ocupada en México (31 millones de personas), se encontraba en la informalidad laboral.
Leticia García Padilla se encuentra dentro de este sector de la población, lo que implica la inaccesibilidad a la seguridad social y por lo tanto a un seguro médico. Anteriormente utilizaba el Seguro Popular, en este también se encontraban afiliadas sus tres hijas.
Actualmente todos los gastos médicos ocasionados por enfermedades o accidentes corren por su cuenta, lo que implica un alto costo en caso de que se presenten, ya que las personas que son hospitalizadas sin contar con un seguro médico adquieren una deuda que frecuentemente es 100% mayor a su ingreso mensual de acuerdo con cifras de INTERprotección, empresa de seguros.
El centro de salud de su comunidad es el único lugar al que puede acudir por medicamentos y citas gratuitas, sin embargo, deben formarse desde las cinco de la madrugada fuera del recinto para sacar una ficha, por lo que en ocasiones opta por pagar médicos particulares.
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El olor a cebolla nadando en el aceite, longaniza o el fresco aroma del mango y la naranja flotan en el ambiente a su paso; sin embargo, no come en el camino, ni toma agua. no puede perder tiempo. A la una debe llegar a su casa para empaquetar los pedidos y enviarlos por medio de paquetería. De esta forma camina al metro más cercano con su carrito de mandado y varias bolsas negras.
Leticia es una mujer delgada, muy activa y sonriente, casi no deja ver el cansancio que le provoca ser ama de casa y trabajar alrededor de seis horas al día. A las 9:00 de la mañana parte al banco para retirar los depósitos de sus clientes, una vez hecho, camina a Muzquiz, la estación de metro más cercana y viaja doce estaciones para llegar a Tepito. Recorre las diferentes calles para llegar a Peña y Peña, lugar conocido por tener diferentes plazas donde los chinos venden sus productos, luego se desplaza caminando, casi corriendo a la Merced.
Su casa está llena de cajas y productos de importación. Una de las camas de sus hijas está ocupada con múltiples bolsas negras que contienen mercancía: sombrillas, mochilas, garrafoncitos, vitroleros, bebés de juguete, alcancías y maquillaje.
Los mil 500 que gana a la semana, apenas le permiten pagar la renta, el internet y los gastos de comida, es por eso que no puede tener un fondo de ahorros para ocupar en caso de emergencia. Mucho menos plantearse la idea de contratar un seguro médico: “Son muy caros, no sabes en qué momento lo vas a ocupar y tal vez mis ingresos no dan para un seguro médico particular”, aunque esto le traería más tranquilidad y seguridad.
Las penas con pan son menos
Su mayor afición son las fresas. Una jarra con sus respectivos vasos, una colcha y diversos objetos hacen notorio su amor por la fruta roja. Es más, si a Carolina González (una trabajadora de una panadería familiar en Ecatepec) le construyeran una casa con forma de fresa sería la más feliz del mundo.
Ella fue contratada en una panadería perteneciente a su familia. El ingreso que percibe en el lugar, es con lo que Carolina sustenta sus gastos desde hace seis años, principalmente para el mantenimiento de la casa donde habita con su hermano y su sobrina. Comenzó limpiando charolas y actualmente trabaja ocho horas ganando el salario mínimo.
A sus 20 años, no ha considerado contratar un seguro médico. Sin embargo, antes de la pandemia tenía un ahorro de alrededor de 1000 pesos para cualquier emergencia médica, los cuales juntaba poco a poco de su sueldo para solventar consultas o los medicamentos que requiriera en caso de que alguien se enfermara. Por la pandemia, este pequeño ahorro se vio mermado.
Carolina tuvo miedo, no de enfermarse, sino de los descansos por bloques a los trabajadores que su tío hacía por las medidas sanitarias que le exigían las autoridades. A pesar de que ella sobrelleva sus gastos, no cuenta con algo que la proteja en caso de enfermarse.
A todo se acostumbra uno, menos a no comer
Las calles de Tepito que antes estaban llenas de puestos de comida y mercancía ahora están casi vacías. Sólo algunos comerciantes continúan vendiendo en las avenidas, listos para correr con todos sus productos cuando los oficiales pasan. Los trabajadores se han vuelto expertos en “torear” a las diez patrullas que recorren el lugar diariamente para evitar que laboren. Si no son lo suficientemente rápidos los policías se los llevan y les quitan sus artículos. Todos se encuentran en la informalidad y no han podido parar de vender incluso en medio de una pandemia.
Leticia García acude a este lugar diariamente. Ella tampoco para. Sale de su casa con un cubrebocas negro, gel antibacterial y sanitizante de manos. Su trabajo se ha visto afectado por esta situación, ya que las plazas de los chinos se encuentran cerradas y por dos meses se quedó sin proveedores. El trabajo de Leticia la pone en un alto riesgo de contagio, ya que utiliza el metro para llegar a Tepito y la Merced, zonas de aglomeración —donde incluso la mexiquense afirma que hay personas que no usan cubrebocas— lo que hace imposible guardar la sana distancia.
Evitar comer en la calle, tocar lo menos posible los tubos del metro, el uso constante del cubrebocas, aceptar el gel antibacterial que el gobierno de la Ciudad de México ofrece en cada esquina y al llegar a casa el lavado de manos; todas estas son parte de las medidas que Leticia ha puesto en práctica para evitar enfermarse y contagiar a sus hijas. La necesidad de llevar el pan a la mesa la ha obligado a trabajar con todos los riesgos de salud que ello implica aun sin tener seguro médico: “No se trabaja por gusto, se trabaja por necesidad”.
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Carolina trabaja en un entorno seguro, según sus palabras: plástico protector en el mostrador, gel antibacterial, cubrebocas y guantes para cada uno de los trabajadores quienes no dejan de cumplir con sus labores dentro de la panadería y atender a los clientes que son exigentes con las medidas sanitarias al momento de recibir el servicio, ya que solicitan a los empleados el cubrebocas y que los panes estén tapados para evitar que algún otro consumidor les escupa.
Carolina, a pesar del contexto de más de 50 mil casos de Covid-19 en el Estado de México, según datos de la Secretaría de Salud, se siente segura dentro de su entorno laboral y atiende con alegría a los clientes que llegan a comprar pan. Su actitud es la misma desde hace meses, cuando no había riesgos a la salud. Como si no tener seguro médico en medio de una pandemia mundial no fuera peligroso.
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Ricardo actualmente se encuentra trabajando en mantenimiento industrial. Ocho horas al día supervisa que las instalaciones, maquinaria y equipo de la fábrica se encuentre en perfecto funcionamiento. Su trabajo provoca que constantemente deba lavarse las manos, ya que se llena de grasa, por lo que sus hábitos de cuidado sanitario no han cambiado, únicamente el uso del cubrebocas; sin embargo, al laborar sólo con las máquinas y sin compañeros, su utilización es mínima.
Aunque los estragos de su accidente no son notorios, su visión ha disminuido en gran medida. Ricardo no tiene pensado crear un fondo de ahorro para gastos médicos ni contratar un seguro médico.
Los tres son trabajadoras y trabajadores informales que se han visto en la necesidad de continuar con sus labores. Sin seguro médico y con el riesgo de contagiarse, tienen que salir a la calle para poder llevar comida a la mesa, cueste lo que cueste.